La segunda inocencia: Kierkegaard y el arte de ser terapeuta
- JHG

- 10 nov
- 3 Min. de lectura
Esta entrada forma parte de una serie de reflexiones nacidas en el contexto de mis supervisiones clínicas, donde intento pensar la práctica asistencial desde su dimensión ética y existencial.
No sólo en Kierkegaard, pero en él especialmente, se condensan cuestiones nucleares ante las cuales cualquier agente de cambio —ya sea terapeuta, educador o acompañante— deberá detenerse en algún momento de su recorrido.
Reduplicación: vivir lo que se enseña
La reduplicación es la primera de ellas: la exigencia de ser aquello que se dice o se cree. En Kierkegaard no basta con conocer la verdad: es preciso encarnarla. La verdad no se demuestra, se vive. Este punto tiene resonancias directas en la práctica terapéutica: ¿hasta qué punto el terapeuta es coherente con los valores que sostiene y transmite? ¿Puede hablar de autenticidad sin habitarla?
Primitividad: lo originario frente al sistema
La segunda es la primitividad, entendida no como algo arcaico o rudimentario, sino como lo originario, personal e irrepetible frente a los sistemas totalizadores que tienden a homogeneizar y despersonalizar la experiencia. Kierkegaard se opone a todo intento de reducir lo humano a esquemas o categorías universales (piensa contra Hegel). En este sentido, lo terapéutico también corre el riesgo de perder su carácter íntimo y concreto cuando se convierte en mera aplicación de protocolos o técnicas.
Comunicación de poder: decir que convoca
Por último, encontramos la comunicación de poder, presente en toda experiencia ética o religiosa. Kierkegaard diferencia entre la comunicación de saber —propia de la enseñanza o la técnica— y la comunicación de poder, que apela a la existencia del otro, a su libertad y a su responsabilidad. El saber informa; el poder convoca. Lo decisivo es el modo en que se vive lo dicho, el impacto que tiene en la interioridad del otro.
Estas tres cuestiones —reduplicación, primitividad y comunicación de poder— nos invitan a pensar si la experiencia terapéutica pertenece al orden de lo ético o religioso (es decir, existencial y transformador), o si, por el contrario, se ha degradado a una mera técnica de intervención sobre un objeto, donde lo humano se convierte en instrumento de gestión y control.
El saber que ya no basta
Montaigne ya advertía algo similar. En su Ensayo XXV, Del magisterio, se pregunta si el saber es suficiente —o incluso si no será un obstáculo— para el buen vivir:
En verdad que el cuidado y el gasto de nuestros padres apuntan sólo a atiborrarse la cabeza de ciencia; del juicio y de la virtud, ni palabra. Gritad al pueblo acerca de alguno: ¡Qué hombre más sabio! Y acerca de otro: ¡Qué hombre más bueno! No dejarán de fijarse con respeto en el primero. Sería preciso un tercer pregonero: ¡Ay de vosotros, papanatas! Desearíamos preguntar: ¿Sabe griego o latín? ¿Escribe en verso o en prosa? Mas si se ha vuelto mejor o más avispado, eso es lo principal y duradero. Habríamos de preguntar cuál es mejor sabio y no más sabio.
Retomando la descripción de la modernidad por parte de Kierkegaard, podemos establecer una analogía con la formación del terapeuta. El autor habla de una pérdida de inocencia en la Edad Moderna: el saber, a diferencia de la Antigüedad, ya no es suficiente para el buen obrar. Sabemos —incluso sabemos demasiado—, pero aun así obramos mal.
A la distancia entre lo que sabemos que deberíamos hacer y lo que realmente hacemos se le puede llamar culpa: origen de la fragmentación identitaria y de la angustia existencial. El intelectualismo moral socrático ya no basta.
De nuevo, la inocencia
En nuestra formación sucede algo similar: podemos saber mucho, pero ser poco. La división es institucional —el catedrático escribe manuales, el terapeuta hace lo que puede— y también personal —sé muchas técnicas, pero no sé llegar al paciente—.
La nueva etapa que sugiere Kierkegaard es la existencial. Y la nueva etapa que propongo yo, en el terreno terapéutico, es la misma: conócete a ti misma mientras tratas de relacionarte con el Otro con autenticidad. Eso requiere improvisación, riesgo y presencia en la realidad concreta, sin refugiarse en la abstracción. A ese modo de estar, que recupera la frescura y la responsabilidad después del saber, lo llamo la segunda inocencia.
Sólo quien vive su verdad puede acompañar a otro en la búsqueda de la suya.
Søren A. Kierkegaard, La dialéctica de la comunicación ética y ético-religiosa, Herder, 2017.
Michel de Montaigne, Ensayos I, Catedra, 2021, p. 188.





Comentarios