Formas de influencia y Relaciones de ayuda
- JHG

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En el trabajo sanitario no toda influencia es igual, ni toda relación que ayuda es realmente libre. Conviene distinguir con precisión para no engañarnos sobre lo que estamos haciendo.
Definiciones base
Comencemos por definir brevemente los tipos de influencia:
Influencia: cualquier acción que produce cambio, desde la mera presencia hasta la palabra.
Manipulación: influir ocultando intención o consecuencias; guiar al otro sin que lo advierta.
Coacción: obligar. El otro obedece porque la alternativa implica daño o castigo.
Relación Asistencial Plena (RAP): forma de influencia admitida y voluntaria que sólo existe si concurren simultáneamente cinco condiciones muy específicas:
Reconocimiento explícito de la persona.
Horizontalidad moral.
Consentimiento libre e informado.
Deseo activo de recibir la ayuda.
Posibilidad real de revocar la colaboración sin penalización.
Un gradiente de formas de ayudar en sanidad
El entorno médico incluye actuaciones muy diversas, no siempre elegidas por el paciente ni realizadas en condiciones ideales. Tampoco se limitan a las que hace el terapeuta psicólogo, ni a las que uno imagina como estudiante en el despacho. De hecho, la relación asistencial plena es una muy especial, tanto por sus características como por su frecuencia. Podemos representarlas como un continuo que va desde la menor autonomía hasta la máxima, reservada a la Relación Asistencial Plena:
Acto de urgencia vital (AUV)
Intervención mínima y reversible realizada sin consentimiento posible, justificada sólo por riesgo grave e inminente. Su propósito no es persuadir, sino preservar la vida cuando no hay tiempo para deliberar.
Roles: profesional sanitario — paciente.
Salvaguarda necesaria: revisión inmediata cuando la persona recupere capacidad de decisión.
Acto de contención externa (ACE)
Medida sin consentimiento cuyo objetivo principal es proteger a terceros o al orden público. Ejemplos: contención mecánica bajo mandato legal o intervención policial en crisis. No se considera “ayuda” en sentido estricto.
Roles: profesional de seguridad o sanitario — persona contenida.
Salvaguarda necesaria: garantías jurídicas y regulación estricta.
Interacción técnico-objetual (ITO)
Trata al otro como objeto de intervención, prescindiendo de su condición personal. Un ejemplo extremo sería la aplicación de conductismo radical sin reconocimiento de la subjetividad, pero en esta clase de interacciones caen muchas otras corrientes. En principio no tiene cabida en un entorno médico, sometido a unos principios y una ética muy especiales, pero en la consulta cada cual hace lo que quiere.
Roles: operador técnico — sujeto de intervención.
Salvaguarda necesaria: marco ético y legal específico, ya que queda fuera del sistema asistencial pleno.
Acto clínico condicionado (ACC)
Procedimiento sanitario que el paciente acepta porque no existe alternativa factible. Ej.: única unidad de quimioterapia disponible, ingreso programado en el único hospital de referencia. Virtualmente, dadas las condiciones de los servicios públicos actuales, la mayoría de intervenciones o actos en Salud Mental son de esta naturaleza.
Roles: profesional sanitario — paciente.
Salvaguarda necesaria: consentimiento reforzado y ofrecimiento de segunda opinión en cuanto aparezca otra vía.
Cuidado condicionado (CC)
Vínculos prolongados donde la persona no puede elegir ni cambiar fácilmente de cuidador. Ej.: un niño con su madre, o un residente geriátrico con demencia avanzada.
Roles: cuidador — persona cuidada.
Salvaguarda necesaria: supervisión externa periódica que vele por el interés de la persona cuidada.
Relación Asistencial Plena (RAP)
Encuentro voluntario y revocable en el que se cumplen las cinco condiciones base: reconocimiento, horizontalidad moral, consentimiento libre e informado, deseo activo de ayuda y posibilidad real de revocar sin penalización.
Roles: terapeuta — paciente.
Valor ético: es la meta sobre la que se sostienen todas las demás formas; su ausencia exige salvaguardas externas para evitar la deriva hacia la manipulación o la coacción.
Estas seis formas describen un gradiente de legitimidad. Cuanto más nos alejamos de la Relación Asistencial Plena, mayor es la necesidad de salvaguardas o marcos legales que limiten el poder del agente. Conocer con precisión dónde estamos, evita confusiones éticas y previene que la influencia se deslice, casi sin darnos cuenta, hacia la coacción o la manipulación.
En la práctica clínica cotidiana, la Relación Asistencial Plena es mucho más infrecuente de lo que admitimos. No es sólo que el sistema sanitario esté lleno de limitaciones externas —tiempos reducidos, presión asistencial, recursos escasos—; es que con frecuencia renunciamos a sus condiciones por iniciativa propia. A menudo lo hacemos sin advertirlo, amparados en hábitos profesionales, en la comodidad de seguir protocolos o en la ansiedad por intervenir y “hacer algo” rápido. Así, aunque dispongamos de margen para cumplir con los requisitos de una relación plenamente asistencial, acabamos transformando el acto sanitario en otro de un tipo inferior, sacrificando la autonomía y la singularidad del paciente, y dejándonos a nosotros mismos como meros técnicos que accionan mecanismos.
Esta renuncia voluntaria es quizá la más preocupante, porque no puede atribuirse al contexto como excusa. Señala un posicionamiento ético: decidir que ciertas condiciones esenciales pueden dejarse de lado si parecen poco prácticas, poco eficientes o si incomodan al profesional. El problema no es sólo clínico, sino estructural en el sentido moral del término: cuanto más normalizamos trabajar sin reconocimiento explícito, sin horizontalidad moral o sin consentimiento real, más lejos nos situamos de lo que define nuestro oficio como un encuentro entre personas, y más cerca de formas de influencia que, aunque legítimas en otros marcos, dejan de serlo en el terreno de la ayuda genuina.
Conviene subrayar que la Relación Asistencial Plena no es patrimonio exclusivo de la Psicoterapia. Idealmente, debería ser un estándar practicado por todo profesional que ejerza una función asistencial: médicos, enfermeras, trabajadores sociales, fisioterapeutas y cualquier otro facultativo. Allí donde existe un encuentro entre un profesional y una persona que busca ayuda, estos cinco requisitos deberían ser la referencia mínima para que podamos hablar de una asistencia verdaderamente plena.
Requisitos para una relación asistencial plena
Los principios que definen una Relación Asistencial Plena, y que se van a describir a continuación, no son fruto de deducciones abstractas ni de dogmas que se acatan como quien sigue a un ente imaginario al que rendir culto. Estos principios hunden sus raíces en lo terrenal de la práctica asistencial, y su seguimiento (o no) tienen consecuencias pragmáticas palpables por quienes procuran y reciben ayuda. Ignorarlos o relativizarlos tiene efectos concretos en la práctica —erosiona la confianza, degrada el vínculo y limita el alcance de cualquier intervención—. Cumplirlos, en cambio, multiplica la capacidad de producir cambios útiles y sostenibles.
Estoy convencido de que lo verdadero y lo beneficioso son inseparables, y que la discusión o constatación de estos principios debe estar guiada por sus efectos reales en la vida material del profesional y del paciente.
Reconocimiento explícito de la persona
Es fácil olvidar que delante tenemos una persona compleja, con una trayectoria rica en experiencias y múltiples dimensiones, no reducibles a caso, diagnóstico o lista de síntomas. Requiere un esfuerzo activo, casi constante, por parte del profesional, recordar que no podríamos engullir, asimilar, la complejidad de esa persona ni en un millón de años. Sin embargo, si procuramos aliviar su sufrimiento, debemos actuar como si esa integración fuera posible, aunque lenta y progresiva.
Proposición rectora:
Reconocer a la persona es asumir que su vida desborda cualquier marco técnico, y que aun así tenemos el deber de acercarnos a ella sin reducirla. Que el sufrimiento se comprende antes de clasificarse, y que comprenderlo no implica necesariamente ratificarlo.
Matiz filosófico Aunque términos como persona o dignidad sean problemáticos y objeto de disputa filosófica, son inevitables en la práctica clínica. Incluso quienes creen haberlos resuelto o los niegan, los usan funcionalmente en su vida diaria: la conductista radical que denunciaría un robo a su nombre o que cobra su nómina con nombre y apellidos está, de hecho, operando bajo una noción práctica de persona y dignidad; o fingimos ser persona todos, o nadie. Reconocer esto no implica renunciar a la crítica, sino asumir que trabajamos con conceptos imperfectos pero necesarios. |
Aceptar al paciente como persona independiente implica admitir su complejidad y procurar conocerla en la medida que la persona misma lo permite, con el fin de descubrir el marco desde el que sufre. Algunas de esas dimensiones son las siguientes:
Espiritual.
Física.
Valores.
Intelectual.
Emocional.
Social.
Eric Cassel nos advierte de la necesaria distinción entre dolor y sufrimiento: el sufrimiento es el estado en el que la integridad de la persona está amenazada, y que puede darse en cualquiera de sus dimensiones. No puede contemplarse como una simple experiencia física o emocional, sino como cualquier elemento que ponga en riesgo su identidad, sus roles, sus relaciones o su continuidad existencial. Mientras que el dolor físico puede ser modulable por la percepción de control, el sufrimiento tiene raíces más profundas, ligadas a la experiencia personal, cultural y espiritual.
El origen de confundir dolor con sufrimiento se da, precisamente, en otras fragmentaciones epistemológicas y ontológicas, en las dicotomías mente-cuerpo o sujeto-objeto. La medicina —y con ella la psicología clínica— deben renunciar definitivamente a reducir a la persona a un conjunto de síntomas, y avanzar hacia un modelo que integre las dimensiones emocional, social, espiritual y cultural.
The profession of medicine appears to ignore the human spirit. When I see patients in nursing homes who have become only bodies, I wonder whether it is not their transcendent dimension that they have lost. (...) But we often forget that the affect is merely the outward expression of the injury, not the injury itself. We know little about the nature of the injuries themselves, and what we know has been learned largely from literature, not medicine.
Cassel nos obliga, además, a admitir que no existe una única manera legítima de entender el sufrimiento. El facultativo debe asimilar, al mismo tiempo, al menos estas dos visiones:
El sufrimiento es una carga que puede ser elegida o soportada voluntariamente en aras de un objetivo ulterior.
Ciertos sufrimientos son inaceptables o “despreciables”, con independencia del fin que persigan.
Como el profesional no es el protagonista del sufrimiento, debe actuar con especial cautela antes de decidir si “respetar” o no la concepción que el otro tiene sobre él. Puede encontrarse con sufrimientos que, según su propia escala de valores, carezcan de sentido o sean evitables, pero no por ello está legitimado para imponer su marco. El límite ético está en no convertir la consulta en un campo de batalla entre concepciones personales del sufrimiento, donde el poder técnico o institucional incline la balanza hacia la visión del profesional.
Esto no significa suspender el juicio o la capacidad de disentir: significa argumentar desde la transparencia, ofreciendo al paciente las razones de la propuesta y reconociendo el derecho a rechazarla. La ayuda se degrada cuando el profesional usa su autoridad para sustituir la deliberación del otro por la suya, aunque sea “por su bien”. En la Relación Asistencial Plena, el sufrimiento se aborda como un hecho encarnado, vivido y dotado de sentido por quien lo padece, y ese sentido es el punto de partida para cualquier intervención. En resumen, comprendemos el sufrimiento antes de clasificarlo, pero no necesariamente lo ratificamos.
Consecuencias pragmáticas de no asumir este principio:
Para el paciente: corre el riesgo de ser reducido a un caso técnico y de recibir intervenciones que ignoren aspectos esenciales de su identidad y contexto, o que incluso agraven su sufrimiento real.
Para el profesional: se instala en automatismos, pierde sensibilidad y se desconecta de la complejidad humana, aumentando la probabilidad de despersonalización y desgaste moral.

Horizontalidad moral
Nos cruzamos en la vida del paciente justo en el momento más vulnerable de sus vidas, en situaciones graves de bloqueo, de incertidumbre, donde las capacidades cognitivas y sociales de la persona están en su punto más bajo. No hemos presenciado los momentos más plenos, en los que el paciente ha sido capaz de brillar, de obrar bien, de tener éxito en sus propósitos, no. Lo que vemos es una de sus peores versiones y ni la más trabajada de las imaginaciones puede acceder a la trayectoria pasada ni a la futura —mediante la conversación podemos hacernos una idea vaga, aproximada, entre otros factores, por la limitada capacidad para narrar con detalle la historia completa y vivida de experiencias.
En cambio, el terapeuta está en una posición vital muy diferente. Es a él o ella a quien le piden ayuda (diferencia fundamental), y está rodeado por numerosos símbolos que le recuerdan constantemente su posición de autoridad. Pero en la práctica, la autoridad uno se la ha de ganar, porque recordemos: la mirada privilegiada es la del paciente, no la nuestra; son ellos los que están visitando el zoo y nos juzgan sabiamente. En un intercambio breve de palabras, el paciente, incluso en su situación vulnerable, calibrará la autoridad real del terapeuta. Y en casos de Salud Mental el bagaje vital es tan o más importante que el técnico, y es razonable que una persona con problemas con la crianza de su hijo dude de la autoridad de una profesional joven sin experiencia vital en ese ámbito.
Estos, y otros muchos elementos, favorecen la tentación de una asimetría moral, esto es, el pensar que nuestra posición de autoridad interfiera en reconocer que la capacidad para decidir sobre el propio rumbo vital pertenece siempre a la persona que vive sus consecuencias.
Lema o proposición rectora
Reconocer la horizontalidad moral es aceptar que el valor de una vida no se mide por el conocimiento que se tenga sobre ella, y que ninguna competencia técnica otorga derecho a decidir su rumbo sin la participación de quien la vive. La diferencia de roles y saberes no desaparece, pero debe ejercerse desde la cooperación y no desde la imposición. Sostener este principio es garantizar que la autoridad se use para ampliar la libertad, no para reducirla.
La horizontalidad moral implica que, aunque exista una asimetría evidente de conocimientos técnicos, el valor moral de ambos participantes es equivalente. Respetar este principio no significa renunciar a la autoridad técnica ni inhibirse ante riesgos reales, sino usar esa autoridad para ampliar el margen de deliberación del otro, incluso cuando las opciones sean pocas. En la práctica, la horizontalidad se expresa en la forma de hablar, de escuchar y de tomar decisiones conjuntas: “trabajemos juntos en…” tiene un significado distinto a “lo que debe hacer es…”. Este principio se resiste a los automatismos jerárquicos que convierte al profesional en juez de la vida ajena.
Matiz filosófico La cuestión de quién es un sujeto moral ha sido largamente discutida. Aquí asumimos, siguiendo una perspectiva amplia, que lo es todo aquel que potencialmente llegará a ejercer su agencia en plenitud (como los niños), así como todo aquel que alguna vez la ejerció y ahora la ha visto limitada (personas mayores, personas con discapacidad adquirida). Kant vinculó la dignidad moral con la capacidad racional y autónoma de obrar, pero incluso en su marco, negar esa dignidad a quienes temporal o permanentemente no pueden ejercerla plenamente sería una contradicción práctica: el trato que damos en esos estados sienta las bases de cómo esperamos ser tratados si nos encontramos en la misma situación. Reconocer esta continuidad moral implica que las limitaciones actuales no borran la condición de sujeto, sino que exigen adaptar la cooperación y la deliberación a sus capacidades reales, buscando siempre su participación en la medida de lo posible. La horizontalidad, en estos casos, no se suspende; se reformula para no convertir la vulnerabilidad en excusa para la dominación. |
La horizontalidad moral pone en crisis la visión paternalista de la asistencia, aquella que legitima decisiones unilaterales bajo la premisa de que “es por su bien”. Esta idea hunde sus raíces en un supuesto ontológico: que el valor moral se distribuye jerárquicamente según el conocimiento o la función social. Nos oponemos frontalmente a esa jerarquía moral: la experiencia vital del paciente —lo que sabe de sí mismo, de su historia, de sus vínculos— es conocimiento de igual dignidad que el saber técnico. Incluso quienes niegan esta equivalencia suelen usarla implícitamente en su vida cotidiana: un cirujano puede tener más autoridad que yo en un quirófano, pero no en decidir cómo educar a mis hijos o qué proyectos quiero para mi vida. Y, sin embargo, ese mismo cirujano, cuando es paciente, reclama que se respete su voz en la consulta.
Una señal de salud por parte del paciente es ser sensible a este principio. Lo paradójico es que el profesional puede interpretar como desafío personal, incluso con diagnósticos sobre su personalidad, el que el paciente reclame su derecho a decidir. Cuando el paciente disiente, en realidad está ejerciendo agencia; por el contrario, cuando no lo hace, teniendo motivos para ello, está más necesitado de que el profesional que tenga en frente tenga claro este principio.
Consecuencias pragmáticas de no asumir este principio:
Para el paciente: pérdida de agencia, obediencia superficial, resistencia pasiva o ruptura de la alianza terapéutica; decisiones vitales tomadas sin su comprensión plena.
Para el profesional: desgaste por asumir un rol de “decisor absoluto”, reducción de la práctica clínica a ejecución de órdenes, dificultad para sostener procesos colaborativos; riesgo de iatrogenia ética.
Consentimiento libre e informado
En asistencia sanitaria, el consentimiento no es una firma ni un trámite, sino un proceso de comunicación que habilita la cooperación genuina. Libre significa que la decisión se toma sin amenazas, presiones encubiertas o incentivos desproporcionados que distorsionen la voluntad. Informado implica que el paciente recibe datos claros sobre objetivos, métodos, riesgos y alternativas, en un lenguaje que pueda comprender, con tiempo y espacio para preguntar y reflexionar.
La verdadera medida de un consentimiento no es el documento archivado, sino la capacidad del paciente para relatar con sus propias palabras qué se hará, por qué, y qué opciones existen, incluyendo la de no hacer nada. En muchos casos, esto exige revisar y reiterar la información a lo largo del proceso, no solo al inicio, ya que la comprensión y la disposición pueden cambiar con el tiempo o según el estado emocional.
Lema o proposición rectora
Reconocer el consentimiento libre e informado es comprender que toda intervención legítima se sostiene en la decisión autónoma de la persona, construida a partir de información clara, suficiente y comprensible, ofrecida sin coerción ni incentivos que distorsionen su voluntad. No basta con la formalidad de una firma: el consentimiento es válido solo cuando la persona puede explicar con sus propias palabras qué se hará, por qué, y qué opciones existen, incluida la de no intervenir. Sostener este principio es garantizar que la información no se convierta en un ritual burocrático, sino en un ejercicio real de deliberación y libertad.
Matiz filosófico Desde una ética de la autonomía, la validez del consentimiento no se agota en la ausencia de coacción: exige capacidad real de deliberación y de imaginar alternativas. Kant subrayaría que la persona debe poder decidir conforme a sus fines propios, no solo a los que el profesional considera razonables. En contextos donde la vulnerabilidad es alta, el consentimiento libre e informado es también un acto de restitución de poder: restituir al paciente el control que la enfermedad o el sistema le han arrebatado. |
Consecuencias pragmáticas de no asumir este principio:
Para el paciente: sensación de engaño o imposición, menor adherencia, desconfianza hacia el sistema; riesgo de daño por intervenciones no comprendidas o no deseadas.
Para el profesional: pérdida de credibilidad, conflictos ético-legales, procesos judiciales, erosión de la alianza terapéutica y de la cooperación futura.
Deseo activo mínimo de recibir la ayuda
En asistencia sanitaria —y de forma especialmente evidente en salud mental—, la ausencia de oposición no equivale a un deseo genuino de implicarse en un proceso de cambio. El requisito para una relación asistencial plena no es un entusiasmo incondicional, sino al menos una disposición inicial mínima a participar, aunque sea ambivalente, dudosa o frágil. Esta apertura puede ser el punto de partida para un trabajo que la fortalezca y la alinee con metas significativas para la persona.
No debe confundirse este mínimo deseo con la mera presencia física en consulta motivada por coacción (mandato judicial, presión familiar, amenaza laboral). La participación forzada no puede considerarse base de una relación asistencial plena, aunque pueda requerir intervención técnica en otros marcos.
En salud mental, es posible —y ético— cultivar este deseo incipiente si:
Las expectativas se conectan con objetivos relevantes para la vida de la persona, no solo con indicadores institucionales.
Las condiciones reales de la intervención permiten cumplir lo que se promete.
El vínculo terapéutico actúa como catalizador, ofreciendo resonancia, admiración o motivación que surja de la relación misma, no de la imposición.
No tiene sentido ni es legítimo despertar un deseo que no podremos sostener por falta de recursos, tiempo o viabilidad clínica; sería invitar a un viaje sin destino.
Lema o proposición rectora
Reconocer el deseo mínimo de recibir ayuda es asumir que la disposición inicial, aunque parcial o ambivalente, constituye un acto de apertura que merece protección. Este deseo incipiente debe ser cultivado únicamente cuando existen condiciones reales para sostener el proceso y ofrecer resultados plausibles. Promover expectativas de cambio sin medios para respaldarlas no es asistencia, sino la fabricación de una frustración evitable.
Matiz filosófico La disposición inicial mínima es un acto de agencia, aunque limitado por la ambivalencia. Incluso en su forma más incipiente, esta apertura expresa la capacidad del sujeto para orientarse según sus fines propios. El cultivo ético del deseo no busca implantar un fin ajeno, sino clarificar y fortalecer la voluntad para que la persona pueda decidir con mayor libertad. |
Consecuencias pragmáticas de no asumir este principio:
Para el paciente: abandono precoz, desconfianza hacia futuros procesos de ayuda, sensación de engaño o de haber sido instrumentalizado.
Para el profesional: desgaste intentando “tirar” de personas sin apertura real, frustración por falta de avances, riesgo de manipulación involuntaria al forzar motivaciones ajenas.
Posibilidad real de revocar sin penalización
En una relación asistencial plena, la continuidad no se impone: se sostiene en la decisión renovada del paciente de permanecer en el proceso. Esto implica que la persona pueda pausar, posponer o finalizar la intervención sin perder prestaciones básicas ni sufrir represalias —ni formales (p. ej., retirada de un recurso esencial), ni encubiertas (p. ej., demoras intencionadas, trato hostil o culpabilización).
En el ámbito público, este principio choca con limitaciones materiales y normativas: no todas las comunidades autónomas reconocen de forma explícita el derecho a cambiar de especialista, y algunas lo supeditan a la aprobación del propio servicio, como sucede en Andalucía según el Decreto 128/1997. Las leyes estatales reconocen la libre elección de médico (Ley 14/1986, Ley 41/2002, Ley 16/2003, Ley 44/2003, Ley 55/2003), pero la aplicación concreta depende de la regulación autonómica y de la disponibilidad real de recursos. En la práctica, un paciente que desea interrumpir o modificar el vínculo con su profesional puede encontrar barreras administrativas, resistencias informales o penalizaciones indirectas.
Lema o proposición rectora
Respetar la libertad de revocar es aceptar que la colaboración no se mantiene por obligación, sino por elección. La puerta de salida debe estar siempre abierta, aunque no se use, porque saber que existe preserva la confianza y la autonomía.
Matiz filosófico Revocar no es un fracaso del vínculo, sino un ejercicio de soberanía personal. El paciente sigue siendo un fin en sí mismo incluso cuando rechaza lo que le ofrecemos. Negar o dificultar la revocación es tratarlo como un medio para sostener nuestra agenda profesional o institucional. En contextos de vulnerabilidad, la posibilidad de decir “no” es uno de los últimos reductos de libertad efectiva, y preservarlo es un deber ético. |
Para el paciente: sensación de cautiverio asistencial, deterioro de la confianza, incremento de la pasividad o de la resistencia pasiva, riesgo de abandono abrupto del sistema.
Para el profesional: desgaste por sostener vínculos sin cooperación genuina, aumento de conflictos éticos y legales, menor eficacia de la intervención.
Como hemos sostenido a lo largo de este trabajo, todo profesional sanitario debería aspirar a sostener relaciones asistenciales plenas siempre que las condiciones lo permitan. Cuando esto no sea posible por limitaciones externas —organizativas, legales o materiales—, su deber es ajustar la intervención al grado exacto en que la autonomía y la capacidad del paciente estén comprometidas: ni más, ni menos. Ignorar este principio, por negligencia o por desconocimiento, equivale a reducir el encuentro a una interacción técnico-objetual, por más que se proclame, en privado o en público, que se está practicando psicoterapia.
Espectro de coaccionabilidad
En toda relación asistencial existe influencia. La cuestión ética no es tanto “coaccionar o no”, sino cuándo y cómo es legítimo hacerlo, y —sobre todo— ser consciente de que se está haciendo. La coacción inadvertida o normalizada es más peligrosa que la explícita, porque impide que el profesional y el paciente evalúen juntos sus efectos.
Podemos situar las prácticas clínicas en un continuo que va desde la máxima imposición hasta la máxima colaboración. Tres variables definen cada escalón:
Voluntariedad real: “¿Puedo decir que no… sin pagar un precio desproporcionado?”
Transparencia de la intención: “¿Sé qué se me propone y con qué finalidad?”
Asimetría de poder: “¿Quién decide al final y con qué información?”
La realidad asistencial plena se ubica idealmente en el extremo colaborativo, donde la influencia es abierta, reversible y negociada. Pero, como hemos visto, no siempre es posible —y ahí es donde la conciencia y la proporcionalidad marcan la diferencia.
Ocho escenarios ordenados del mayor al menor potencial de coacción
Coacción física – Uso de fuerza o amenaza de daño inmediato (p. ej., sujeción mecánica para evitar agresión).
Coacción formal – Obligación legal con sanción por incumplimiento (p. ej., ingreso involuntario ordenado por un juez).
Presión institucional – Una sola opción viable en la práctica (p. ej., rechazar un programa implica perder tratamiento).
Incentivo desequilibrado – Recompensas o castigos que encarecen el rechazo (p. ej., beneficios condicionados a cumplir un protocolo).
Manipulación encubierta – El objetivo real no se explicita (p. ej., prescripción estratégica sin explicar finalidad).
Persuasión de escenario – Alterar el entorno para inclinar decisiones sin prohibir alternativas (p. ej., mensajes alarmistas dirigidos a un grupo).
Persuasión visible – Argumentar con un fin declarado, dejando margen real para disentir.
Orientación colaborativa / Exploración compartida – Hipótesis y decisiones construidas en común, con influencia bidireccional y revocable.
En Salud Mental, donde la vulnerabilidad y la asimetría son máximas, la coacción puede colarse disfrazada de rutina o “procedimiento estándar”, incluso como técnicas legítimas de intervención. Detectarla y situarla en este espectro no implica renunciar a intervenir, sino asumir la responsabilidad de justificar cada grado de imposición y minimizarlo siempre que sea posible.
Motivos para no persuadir a tu paciente
En la práctica clínica, persuadir al paciente está tan normalizado que rara vez se cuestiona: se enseña en la formación, se espera en el ejercicio y se premia en la evaluación. Sin embargo, la relación asistencial plena exige diferenciar con precisión entre influir —inevitable y, a menudo, necesaria— y persuadir en sentido estricto: orientar deliberadamente la decisión del otro hacia un objetivo elegido por el profesional.
No persuadir no significa inhibirse ni refugiarse en una neutralidad pasiva. Significa influir de forma transparente, reversible y negociada, de modo que el paciente pueda disentir sin pagar un precio oculto. El foco no está en si algo “funciona” a corto plazo, sino en si ese funcionamiento es sostenible y saludable para ambos: paciente y terapeuta. Los costes de no ser auténticos, genuinos o transparentes —aunque se logre un aparente avance— se acumulan y erosionan la relación. Estos “precios ocultos” serán desarrollados a lo largo de los siguientes capítulos.
Persuadir, en el contexto terapéutico, no es simplemente influir. Es algo más sutil y decisivo: conducir al paciente de un punto A a un punto B sin que sea plenamente consciente del trayecto ni del papel del terapeuta en ese desplazamiento. Es guiar sin mostrar el volante. En muchos enfoques, esta práctica se justifica en nombre de la eficacia técnica o de la benevolencia clínica. Pero la pregunta ética permanece: ¿es legítimo orientar al otro hacia un destino que no ha elegido por sí mismo, especialmente cuando el sufrimiento está en juego? Quien espera reforzar o ignorar microconductas del otro no genera conversación auténtica. La alianza basada en autonomía, y no en obediencia involuntaria, es la que mejor predice resultados duraderos. En este sentido, lo más ético coincide con lo más útil.
A continuación, se presentan catorce razones clínicas, éticas y profesionales para evitar o limitar la persuasión, agrupadas en cuatro ejes:
IMPACTO EN LA RELACIÓN TERAPÉUTICA
Convierte la relación en intervención instrumental: el paciente pasa de sujeto a objeto, de interlocutor a sistema a modificar.
Compromete la autonomía, incluso con buena intención, sustituyendo la deliberación del otro.
Nace a veces de la ansiedad del terapeuta, no de la necesidad del paciente. Muchas veces se persuade porque el terapeuta necesita sentirse eficaz, porque hay presión por obtener resultados o porque no tolera la incertidumbre del proceso.
Introduce una finalidad cerrada que anula la exploración genuina. Cuando el objetivo está definido de antemano, la conversación deja de ser exploración y se convierte en estrategia. El síntoma ya no es un enigma compartido, sino un obstáculo a eliminar.
Supone una presunción de saber que empobrece el vínculo y reduce la escucha.
RIESGOS ÉTICOS Y DE AGENCIA
Debilita la confianza cuando el paciente descubre que fue dirigido sin saberlo. Incluso si el paciente colabora y parece mejorar, puede emerger después una sensación de haber sido dirigido sin saberlo. La alianza se resiente cuando hay un desfase entre lo que el paciente cree que decidió y lo que fue inducido.
Estandariza el proceso, borrando su singularidad. Convierte la terapia en un conjunto de técnicas, no en un encuentro singular.
Puede infiltrarse incluso en enfoques no directivos, anulando la libertad bajo apariencia de neutralidad. Técnicas como el reflejo, el resumen o la pregunta estratégica pueden utilizarse para conducir al paciente sin que lo perciba. Así, métodos nacidos para respetar la autonomía acaban sirviendo para anularla.
Constituye manipulación parcial (Bateson): actuar sobre una parte sin comprender el todo. Gregory Bateson advirtió que toda manipulación parcial —es decir, toda intervención sobre una parte del sistema sin considerar su totalidad— es potencialmente destructiva. Persuadir es eso: operar sobre una creencia o un comportamiento sin comprender el conjunto relacional, simbólico y afectivo que lo sostiene.
Reproduce normas sociales implícitas sin cuestionarlas, actuando como brazo técnico de una ideología. La persuasión suele actuar como brazo técnico de una normatividad silenciosa. Al querer que el paciente sea más funcional, más adaptado, más productivo, el terapeuta puede convertirse en agente involuntario de una ideología.
CONSECUENCIAS CLÍNICAS
El cambio inducido es obediencia, no transformación real. Lo que se consigue mediante persuasión puede parecer un cambio, pero no es lo mismo. El cambio genuino surge del reconocimiento y la elección; la obediencia, del sometimiento implícito.
Despierta resistencia: la influencia encubierta activa defensa y desconfianza.
ALTERNATIVAS Y PRINCIPIOS RECTORES
Acompañar no es persuadir: se puede influir sin dirigir, sosteniendo el espacio para que la dirección surja del sentido.
La influencia ética es transparente, compartida y reversible.
Persuadir puede parecer más eficaz a corto plazo, pero mina la autonomía, la confianza y la profundidad del cambio. En la relación asistencial plena, el reto no es eliminar toda influencia —imposible—, sino transformarla en un acto consciente, declarado y co-creado, que amplíe la agencia del paciente en lugar de sustituirla.





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