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La clínica posible

  • Foto del escritor: JHG
    JHG
  • hace 12 minutos
  • 6 Min. de lectura

Hacia una cartera funcional honesta en salud mental pública


Fragmento de un ensayo mayor sobre práctica clínica y deterioro institucional. Serie de textos donde reviso la ética, el lenguaje y los límites reales del trabajo en Psicología Clínica.


La atención ambulatoria en salud mental vive atrapada entre expectativas ilimitadas, marcos diagnósticos normativos y tiempos clínicos insuficientes. Esa fricción no es solo organizativa: se convierte en un dilema ético cotidiano. En Psicología Clínica se nos pide “intervenir con eficacia” allí donde no existe encuadre real para hacerlo: consultas breves, revisiones espaciadas, cambios frecuentes de profesional y escasez de dispositivos intermedios.

Mi tesis es sencilla: necesitamos redefinir la cartera de funciones (la famosa “cartera de servicios”) desde lo que sí es posible sostener con la frecuencia real de atención, y dejar de prometer “psicoterapia estructurada” donde no cabe. No es renunciar a la clínica; es proteger el encuadre, la dignidad del paciente y la integridad del profesional.


¿Por qué delimitar? Efectos de la ambigüedad

Cuando actuamos “como si” pudiéramos ofrecer un proceso psicoterapéutico en 25–30 minutos cada 1–3 meses, aparecen efectos corrosivos:


  • Falsas expectativas y dependencia encubierta. Sin explicar límites, generamos una “adherencia enferma”: vínculo ambiguo con promesa implícita de cambio que no podemos sostener.

  • Desgaste afectivo y cronificación del marco. El paciente organiza esperanza y decepción alrededor de una relación fantasma: presente en agenda, ausente en efectos.

  • Culpabilidad clínica latente y cinismo defensivo. El profesional siente que no interviene de verdad y, para sobrevivir, normaliza tácticas expulsivas o ironías que solo empeoran el clima asistencial.


Delimitar no es cerrar por cerrar; es decir con honestidad qué ayuda concreta ofrecemos aquí y ahora, y activar alternativas cuando este recurso no es el adecuado.


El encuadre real (y explícito)

Si el contexto esperable es revisiones cada 4–12 semanas, cargas de 300–700 seguimientos/profesional y poca red intermedia, debemos nombrarlo. No se trata de justificarnos, sino de encuadrar la intervención para que tenga sentido:


  • Qué sí puede sostener PSC en este encuadre:

    • Evaluación y clarificación diagnóstica/funcional (orientar el problema, delimitar prioridades, traducir demandas a objetivos realistas).

    • Pactos de manejo y monitorización (planes breves de seguridad, retorno progresivo a actividad, señales de alerta y vías de acceso).

    • Psicoeducación focal y toma de decisiones compartida (qué esperar del curso, de los fármacos, de la propia intervención y de otras).

    • Coordinación esencial (AP, Trabajo Social, otras especialidades médicas cuando proceda, recursos comunitarios).

    • Derivación con sentido (terapias estructuradas en otros dispositivos, grupos específicos, comunidad).


  • Qué no puede prometer PSC en este encuadre:

    • Procesos psicoterapéuticos intensivos o semanales (no hay frecuencia ni continuidad).

    • Sostén sin finalidad (“te seguimos viendo” sin objetivos ni horizonte es cronificación del encuadre).

    • Sustituir la red (familia, trabajo, comunidad) por intervenciones clínicas puntuales.


Derechos, obligaciones y garantías (mínimo común ético)

Para legitimar esta práctica y evitar arbitrariedad, conviene explicitar un marco simple:


  • Derechos del paciente: información clara sobre qué recurso es este, posibilidades y límites; tiempo proporcional a la necesidad; no permanecer en un proceso sin utilidad; alternativas cuando este dispositivo no sea el adecuado; coordinación para continuidad de cuidados.

  • Obligaciones del profesional: evaluar adecuación al recurso; conocer datos operativos (esperas, agendas, frecuencias reales); registrar decisiones y coordinar; administrar con prudencia el tiempo público; encuadre explícito y compartido.

  • Obligaciones de la institución: datos actualizados de demoras y agendas; asegurar que funciones clave las realiza personal cualificado; canales efectivos de coordinación y recursos alternativos disponibles.


Este triángulo protege simultáneamente derechos del paciente, integridad profesional y sostenibilidad del sistema.


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La priorización ética en la intervención clínica


En el marco de la atención pública en salud mental, el dilema no es solo si intervenir o no, sino cómo decidir qué casos requieren intervención en un sistema saturado. Muchos pacientes, como hemos dicho, sí sobrepasan el umbral clínico, pero la realidad del sistema obliga a priorizar las intervenciones. La no intervención no es una omisión, sino una estrategia ética necesaria para poder atender a los casos más graves y urgentes.


El sistema de salud mental público, al estar abrumado por la demanda, no puede ofrecer soluciones a todos los problemas; por ello la no intervención debe ser vista como una decisión fundamentada que protege los recursos limitados y garantiza que los pacientes más necesitados reciban atención de calidad. Esta estrategia no debe confundirse con desinterés o desatención, sino con la responsabilidad ética de priorizar casos con más necesidad, asegurando que la atención no se disperse sin propósito en demandas menos urgentes.


En algunos discursos críticos —como el de Ortiz Lobo, por ejemplo— la intervención clínica se analiza desde una premisa distinta: la de que el contacto con el dispositivo sanitario constituye en sí mismo un factor de riesgo, una posible fuente de iatrogenia, medicalización y dependencia. Esta lectura, que podemos llamar antimédica funcional, se expresa en la insistencia en minimizar el papel de la intervención médica y psicológica formal, desplazando el malestar hacia espacios comunitarios o extraclinicos que, en la práctica cotidiana, rara vez existen o no tienen la capacidad de absorber la demanda real.


Mi posición difiere profundamente de ese planteamiento. No considero que el contacto médico sea inherentemente dañino —y si así fuera, estaríamos usando una desgracia para justificar otra—, ni que la intervención deba sospecharse por principio. El problema no es la medicina, sino el contexto de saturación estructural en el que trabajamos. En ese contexto, la no intervención no es un rechazo ideológico al dispositivo sanitario, sino una decisión ética de priorización orientada a proteger los recursos escasos para quienes realmente los necesitan.


Tampoco comparto la idea de que estamos desbordados por problemas cotidianos. La experiencia clínica muestra lo contrario: lo que llega a consulta suele estar muy por encima del umbral clínico. Lo que colapsa los dispositivos no es lo leve, sino lo masivo, lo grave y lo sostenido. Del mismo modo, la supuesta “dependencia” generada por la intervención se usa a menudo como excusa para justificar la retirada: la dependencia dañina no surge por intervenir, sino por intervenir mal, sin encuadre ni horizonte, manteniendo al paciente en seguimiento sin posibilidad de cambio. Y, por último, la apelación a soluciones comunitarias o sociales pasa por alto una realidad incontestable del sistema español: esas alternativas rara vez existen, y cuando existen, no pueden absorber la demanda.


Por todo ello, el dilema clínico no es “médico vs. antimédico”, ni “intervenir vs. no intervenir”. El dilema real es:

¿qué intervención es posible, para quién, y con qué condiciones reales de eficacia y dignidad?


La prudencia y la priorización no son renuncias al cuidado, sino su forma más honesta cuando el sistema no permite otra cosa. La no intervención, en estos casos, es también una intervención: una decisión ética que preserva la integridad del recurso y la dignidad del paciente.


Se acusa con frecuencia al sistema de “patologizar la vida cotidiana”. Mi experiencia es la contraria: lo que llega a consulta rara vez es banal. La Atención Primaria sostiene un tsunami de malestar y deriva menos de lo que podría. Lo que sí es frecuente es confundir malas prácticas (opacidad, encuadres imposibles, burocracia) con “psiquiatrización”. El problema central no es un exceso de etiqueta; es falta de recursos y marcos éticos claros para atender a quien de hecho lo necesita.


Aplicación de la priorización en la práctica

El enfoque de priorización y no intervención estratégica es crucial en la práctica clínica diaria en la salud mental pública. Al enfrentar una lista interminable de demandas y una carga asistencial excesiva, los profesionales deben ser honestos con lo que pueden ofrecer. La intervención clínica debe ser proporcionada a las necesidades reales del paciente, y aquellos casos menos urgentes deben ser derivados a otros recursos, donde puedan recibir el apoyo necesario sin sobrecargar el sistema.


Este modelo de priorización no es solo una cuestión de gestión de recursos, sino de ética clínica, ya que asumir que no todas las demandas deben ser atendidas de inmediato es lo que permite que el sistema de salud mental funcione de manera sostenible y responsable. Al mismo tiempo, garantiza que aquellos con mayor necesidad reciban la atención urgente y especializada que requieren.


Lo paradójico de esta situación es que los propios sistemas públicos no pueden reconocer abiertamente la necesidad de priorizar y no intervenir estratégicamente. Hacerlo sería admitir la actual saturación y limitación de recursos, algo que no pueden aceptar públicamente sin perder territorio frente a sus supuestos enemigos: los actores del sector privado, otros profesionales sanitarios, o los modelos de atención externa que critican el sistema público. Reconocer este hecho implicaría una autocrítica que debilitaría la legitimidad de estos sistemas ante la opinión pública y otros actores del ámbito sanitario.



Una clínica posible y honesta

La gestión ética de los recursos y la priorización de casos graves deben formar parte integral de cualquier modelo de salud mental pública. La no intervención estratégica, lejos de ser una renuncia, es una decisión ética que facilita la atención a quienes realmente lo necesitan, sin caer en la medicalización innecesaria de la vida cotidiana ni generar falsas expectativas. Este enfoque debe ser parte del compromiso del clínico con la dignidad del paciente y la integridad profesional, en un sistema que necesita tanto de claridad de encuadre como de respeto por los límites reales del trabajo asistencial.





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©2025 por Juan Hernández García

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