Introducción
Este ensayo examina los diferentes nacionalismos y su relación con la democracia representativa. Para ello se resumen en primer lugar el nacionalismo político y el nacionalismo cultural descritos por el profesor Alfredo Cruz Prados, para más tarde esbozar algunas de las consecuencias que tiene asumir uno u otro en relación con las bondades y limitaciones de la democracia representativa.
Tipos de nacionalismos
Cruz Prados, en su obra El nacionalismo: una ideología[1], expone y desarrolla los dos tipos de nacionalismo que distinguió el historiador Friedrich Meinecke en Cosmopolitismo y Estado Nacional (1862): nacionalismo político y nacionalismo cultural. La Revolución francesa marcaría el hito histórico a partir del cual se configuran estos dos nacionalismos; el político como reacción al Antiguo Régimen, el cultural a su vez como renuencia a la voluntad imperialista del primero. Definamos en primer lugar cuál es la esencia, lo que constituye en sí mismo, el nacionalismo, para luego pasar a describir las características distintivas de los dos tipos.
El nacionalismo sería una tipología de argumento, una forma particular de instrumentalizar la política en aras de un determinado objetivo político. En definitiva, y por su intención estratégica, el nacionalismo se concibe como una ideología. Dicho argumento se puede resumir de la siguiente manera: el sujeto político original es una comunidad primordial, primigenia, imperecedera; una nación que requiere de una justa identificación y de una plataforma estatal para fijarla políticamente. Con esto en común, pueden darse dos variantes: la nación puede ser una población con características más o menos homogéneas —una especie de entidad natural— o abarcar de forma universal a individuos con derechos naturales —iusnaturalismo—.
El argumento nacionalista, así expresado, tiene las siguientes derivas lógicas: i) entiende la política como instrumento para lo no político (la nación); y ii) tiene forma de ideología: sus premisas son incuestionables, y de éstas se deducen los ulteriores razonamientos. Estas dos características son criticadas separadamente de las consecuencias históricas de asumir uno u otro tipo de nacionalismo: el político y el cultural.
El nacionalismo político tiene como características principales la primacía de lo universal (cosmopolitismo), lo racional (derechos naturales dimanan racionalmente) y uniformante (principios de igualdad y autonomía como preponderantes). Su unidad política es la ciudadanía, definida como el conjunto de personas que deciden voluntariamente convivir en una misma comunidad política. Por el contrario, el nacionalismo cultural reivindica lo particular y diferenciador, lo popular e idiosincrásico. Lo determinante aquí es un rasgo compartido (lengua, etnia, cultura, mitología histórica, etc.) de un <<espíritu o alma colectiva>>[2]. Si el primero tiene origen en la Revolución francesa (Sieyès), el segundo parte con autores alemanes como Herder y Fichte.
Los fenómenos derivados del nacionalismo que se exponen a continuación son atribuidos casi en exclusiva al tipo de nacionalismo cultural. La naturaleza abstracta, racional y universalista del nacionalismo político generan en Cruz Prados ciertas objeciones, pero son distintas de aquellas. Pueden resumirse dichos fenómenos atendiendo a necesidades internas del proyecto nacionalista cultural:
a. Necesidad de diferenciación:
Si la humanidad es un conjunto de naciones lo ajeno, la alteridad, debe quedar bien definido. La nación definida negativamente —qué no es— resulta en lo siguiente:
Sentimiento de superioridad espiritual y moral respecto del resto de pueblos (sentimientos de xenofobia).
Tendencia a permanecer en la pureza racial, lingüística (limpieza étnica).
Todo aquel que discrepe de esa supuesta nación postulada pasa a ser, ya sea extranjero o no, enemigo del pueblo. Las categorías aquí usadas son traición y fidelidad.
En su intento de homogeneizar lo que en realidad es plural y local, acaba produciéndose una restricción, una simplificación forzada de lo cultural.
Al ser la lealtad un proceso instantáneo, tendiente a espacios y gentes inmediatos y familiares, pretender que ésta alcance una adhesión lejana requiere de instrumentos sociopolíticos como la educación o el servicio militar.
b. Necesidad de permanencia histórica:
Si la comunidad definida es una entidad natural debe tener un origen histórico claro y una permanencia temporal.
Se personifica la nación, y esta es históricamente autónoma. La sustancia promulgada —escogida en realidad— atraviesa la historia como fenómeno latente hasta que es señalado por los propios abanderados de la raza, la clase social o un pueblo determinado[3].
Cualquier hito histórico será leído, interpretado, bajo ese esquema conceptual. La historiografía pasa a ser una herramienta política más, y la dicotomía nacional – no nacional cataliza toda interpretación de la realidad.
c. Necesidad de estructura política:
La mera afirmación de lo nacional, justamente como ente natural, no lo constituye como forma política alguna. Es por esto que precisa apropiarse de atributos que son en realidad estatales:
Si el Estado es en cierta medida una despersonalización del poder, el nacionalismo hace uso de su armadura para embestirlo ahora con sujeto político: se pasa de la soberanía estatal a la soberanía nacional.
Del Estado hace valer lo siguiente: fronteras territoriales claras, homogeneidad social y legal que permite reclamar solidaridad y lealtad supremas, e independencia y soberanía respecto otras unidades políticas —otros Estados—.
Cruz Prados resume estas necesidades internas del proyecto nacionalista cultural de la siguiente forma:
La nación es un constructo que resulta de la fusión de tres proyecciones distintas, a la que es sometido el tejido cultural de un delimitado espacio: la proyección, sobre ese tejido, de la estructura política deseada, el Estado; la proyección negativa de ese tejido sobre el entorno inmediato, para seleccionar el primero lo que más contraste con el segundo; y la proyección sobre el pasado del producto resultante de las dos proyecciones anteriores[4].
Si consideramos que la política trata sobre la gestión del conflicto social[5] parece difícil concluir que una organización que adopte el nacionalismo cultural pueda ser la mejor alternativa, a menos que no se tenga la idea utópica de que podría acabar configurándose un universo de naciones perfectamente homogéneas y diferencias entre sí. El nacionalismo político —al que también se le critica su forma ideológica y el uso instrumental de la política— tampoco sería apropiado por carecer de una dimensión afectiva, comunitaria y moral. La afirmación <<En el fondo, a ningún hombre le basta con ser, pura y exclusivamente, hombre>>[6] resume el hecho de que el sujeto político de ciudadano no cubre la necesidad humana de arraigo, de identidad colectiva, de sentido de pertenencia. Sin embargo, la objeción más contundente a la posición de este nacionalismo político es justamente la de ser inoperante ante el nacionalismo cultural.
En última instancia, el texto acaba sirviendo de molde para atacar cualquier tipo de ideología —uso estratégico de ideas políticas— y cualquier postura que no entienda la política como acción[7]. Esto significaría romper con la falsa dicotomía natural-artificial, y valores como la igualdad, lejos de ser otorgados per se, serían resultado de la voluntad colectiva de ofrecérselos a la misma comunidad. La política, en definitiva, sería sabiduría práctica, y no instrumento práctico de análisis ontológico del ser humano[8]; la legitimidad de un proyecto político no puede fundamentarse en una <<realidad que se impone por sí misma>>, relegando al hombre a mero espectador pasivo[9]. Desde esta manera de entender la política tampoco cabría contraponer una nación cultural a un estado artificial, pues ambos son construidos por esa acción humana.
Por último, y antes de analizar qué relación tiene el nacionalismo con la democracia representativa, comentar brevemente algunas de las cuestiones que han suscitado la lectura del texto: i) visto que una ficción tiene capacidad generativa —profecía autocumplida—, ¿cómo deben analizarse las diferentes propuestas políticas? Podría inferirse que toda organización política estaría determinando parcialmente la realidad, tuvieran o no base racional las premisas de las que parte. ¿Es, por tanto, inevitable el mero análisis utilitarista de las organizaciones políticas —esto es, función de sus resultados netos—?; ii) si la limitación principal del nacionalismo político es su insuficiencia para cubrir las necesidades humanas (algunas de ellas como hemos visto creadas, o enaltecidas, artificialmente), con independencia de su solvencia racional, ¿deja esto a la ciencia política como mera tecnología desligada de cierto grado de verdad, y sometida a las preferencias humanas cambiantes en tiempo y espacio?; iii) ¿es arbitraria la fuente de legitimidad de un Estado (liberal, democrático, nacional, confesional, absolutista, etc.)?
Democracia representativa y nacionalismo(s)
Atendiendo a las mismas raíces de demokratia (demos = pueblo, kratia = gobierno o autoridad) y a la teoría difusa de la democracia descrita por Robert Dahl[10], aquella que postula que se dan premisas semiocultas, supuestos no investigados y antecedentes no reconocidos en las teorías públicas y explícitas de la democracia, se desgranan las siguientes cuestiones: i) ¿qué es un pueblo?; ii) ¿quiénes integran el demos?; iii) ¿cuál es la escala de población óptima para su gobernación?; y iv) ¿qué significa que ellos gobiernen? La democracia representativa acabó siendo solución —¿provisional?— a las limitaciones de la democracia directa y a ciertas características de las naciones modernas, que en general son de mayor tamaño que las ciudades-Estado[11].
En la democracia representativa el pueblo gobierna a través de los funcionarios elegidos mediante sufragio secreto, para que integren los diversos órganos que formulan las decisiones y políticas de gobierno. Las condiciones de un óptimo proceso democrático serían los siguientes: marco de elecciones libres, limpias y periódicas, donde se cuenta con libertad de asociación, de expresión, y con fuentes independientes y alternativas de información[12]. No obstante, se han ido esgrimiendo dificultades de esta forma de democracia desde su origen, y se han ido sumando a las voces críticas de enfoques antidemocráticos (anarquismo y formas de republicanismo, principalmente) y a los fenómenos más o menos reactivos derivados de crisis socio-económicas. Algunas de estas limitaciones podrían explicar la actual y marcada desafección política de la ciudadanía, con independencia de la legitimidad que tenga el sistema democrático[13][14]. Estas son algunas de las críticas típicamente esgrimidas:
La representación acaba suplantando a la democracia; no se proyectan los deseos del electorado.
Se produce un proceso de oligarquización y burocratización de los partidos políticos y los gobernantes debido al grado de autonomía otorgado a los representantes.
Los métodos aritméticos de votación para elegir representantes son ineficientes e ineficaces (por ejemplo, el teorema de imposibilidad de Arrow).
Se da una falta de transparencia y de opciones para revocar al representante electo (representatividad como delegado frente a una representatividad fiduciaria).
Las funciones e influencias de la opinión pública pueden provocar injerencias indeseadas.
El espacio de la deliberación pública es insuficiente, y en ocasiones nulo.
La nación, en su acepción actual, fuerza como hemos comentado la necesidad de la representación. Pero, ¿qué relación existe entre nacionalismo y democracia representativa? En primer lugar, debemos apuntar que las fallas de esta última son independientes del tipo de nacionalismo que asuma un determinado Estado y que, por lo tanto, los diferentes tipos de nacionalismo tendrán una influencia compleja en el entramado Estado-Nación. En segundo lugar, es necesario diferenciar las diferentes crisis: la del Estado liberal-democrático, la de representatividad, la de la institución misma de la democracia, etc. Sería equívoco, por ejemplo, imputarle a la democracia representativa —entendida como proceso— los conflictos derivados de la tensión Estado-Nación (pérdida de legitimidad, problemas de gobernabilidad, naciones bajo un mismo estado o estados con nacionalidad común, problemas a la hora de definir el territorio estatal, etc.)[15]. Por último, sería necesario añadir a su análisis la también compleja relación entre Estado, democracia y sistema económico. Por cuestiones de espacio cabe aventurar, sea como mera aproximación a la cuestión, cuál de los dos nacionalismos analizados, el político y el cultural, producen menos intrusiones a la democracia representativa.
El nacionalismo cultural tiende a desvirtuar el demos por razón de etnia, cultura, lengua, etc. Esta arbitrariedad, además de su potencialidad conflictiva, y especialmente en estados no homogéneos culturalmente, compromete la misma legitimidad estatal que ve en su propia definición de soberanía una limitación.
La democracia significa la soberanía del pueblo, pero no la disponibilidad permanente y universal de la decisión acerca de quién es el pueblo. Reconocer la soberanía del pueblo no es lo mismo que reconocer la soberanía de cada individuo —solo o agrupado con otros en razón de alguna semejanza— para decidir sobre la realidad del pueblo[16].
Por el contrario, el nacionalismo político podría ser la base de un Estado laico[17]. Este podría proporcionar al Estado un base racional, además de un matiz volitivo[18], donde el ciudadano sería todo aquel que voluntariamente quisiera participar del proyecto político, y disfrutaría de los derechos y deberes que la comunidad en su conjunto se diera a sí misma. Para superar aquel nacionalismo político nacido en la Revolución francesa, debería matizar su iusnaturalismo y su voluntad de extensión forzosa al resto de estados —esto es, su cariz imperialista—, evitando así reacciones defensivas que pudiesen ensalzar sentimientos nacionalistas culturales. Este tipo de nacionalismo es neutral con respecto la democracia representativa, y esta debería reformularse con propuestas alternativas —candidaturas independientes, revocación de mandato, plebiscitos, referéndums—.
Antes se ha señalado como objeción que ese tipo de ciudadanía no satisfaga la necesidad humana de identidad colectiva, pero justamente esa podría ser su principal virtud. En este Estado laico se asumiría una soberanía individual, que permitiría identificaciones poliédricas y una diversidad de sentimientos grupales. El patriotismo pasaría a ser cívico, no cultural, y su difusión activa sería la principal arma intelectual contra las tensiones generadas por el nacionalismo cultural. Sin embargo, a este tipo nacionalismo político le resultaría difícil justificar sus límites territoriales, en cambio, podría tener una mayor capacidad para adaptarse a los cambios producidos en los elementos constitutivos del Estado moderno (población, territorio y soberanía) [19] [20].
[1] Alfredo Cruz Prados, El nacionalismo: una ideología, Tecnos, Madrid, 2015. [2] Vallés y Martí i Puig, Ciencia política: un manual, Ariel, Barcelona, 2020, p. 147. [3] Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós básica, Barcelona, 2020, p. 23. [4] A. Cruz Prados, op. cit., p. 116. [5] Vallés y Martí i Puig, op. cit., p. 18. [6] A. Cruz Prados, op. cit., p. 147. [7] Ibíd., p.153. [8] Hannah Arendt, La promesa de la política, Austral, 2020, Barcelona, p.89. [9] A. Cruz Prados, op. cit., p. 145. [10] Robert Dahl, La democracia y sus críticos, Paidós, 2002, Barcelona, p.11. [11] Ibíd., p.41. [12] Jorge Francisco Aguirre Sala, Los límites de la representatividad política y las alternativas de la democracia líquida, Revista internacional de pensamiento político, 2015, vol. 10 p.194. [13] Montero, Gunther y Torcal, Actitudes hacia la democracia en España: legitimidad, descontento y desafección, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 1998, pp. 9-49 [14] F.J. Aguirre Sala, op. cit., p.199. [15] Vallés y Martí i Puig, op. cit., p. 122. [16] A. Cruz Prados, op. cit., p. 178. [17] Vallés y Martí i Puig, op. cit., p. 160. [18] Francisco Javier Díaz Revorio, Fundamentos actuales para una teoría de la constitución, Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, México, 2018, p. 158. [19] Ibíd., p.143. [20] Vallés y Martí i Puig, op. cit., p. 145.
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