Charla con motivo del Día de la Salud Mental de 2024.
El pasado 10 de octubre se celebró el día de la Salud Mental, y como ya es habitual, se oyeron voces en favor de aumentar los recursos sanitarios, se recordó la importancia de la prevención, y se repitió el mantra de los Servicios Públicos: universalidad, equidad, eficiencia, solidaridad y normalización. Asimismo, se reivindicó la implementación de los planes estratégicos de salud mental y sus líneas para atajar el suicidio, para el diagnóstico precoz del autismo infantil, del TDAH, del trastorno mental grave, etcétera. En definitiva, se esgrimió el derecho a la salud y se exigieron las medidas necesarias a las autoridades para conseguir todas estas reivindicaciones.
Hubo un tiempo en que yo también defendía estas ideas, pero tras años trabajando en el sistema sanitario llegué a conclusiones que resultan incómodas, tanto para mí como para quienes las escuchan. Me siguen moviendo los mismos principios de cuando era residente, y por eso mismo no puedo comulgar con todas esas reivindicaciones.
Ya no creo que tengamos que exigir nada a nadie, ni al Estado, ni a los profesionales. Tampoco creo que las relaciones de ayuda necesiten mediación profesional, y mucho menos la intervención de alguien vinculado a la Psiquiatría o a la Psicología Clínica. De hecho, estoy convencido de que pisar un Centro de Salud es uno de los mayores factores de mal pronóstico. (pausa) Lo que me preocupa no son todos esos derechos y planes, lo que me preocupa es que ya existe una red de “”Salud Mental”” (invisible para muchos) que sostiene a la gente, y que esta red corre peligro de extinción debido a la insaciable expansión de ese dúo pernicioso que representan la Administración Pública y los profesionales sanitarios.
Mi tesis es simple: la expansión de estas dos instituciones ha impedido que la comunidad se organice y recupere su poder para cuidarse a sí misma. Los principios de ayuda, la beneficencia, la piedad y el apoyo mutuo, nunca han sido ni serán productos ni de la Administración ni del profesional. Estos valores son consustanciales al ser humano, y la intervención estatal-profesional está obstaculizando su libre expresión. Y por si eso fuera poco, esta dupla no ha cumplido jamás sus promesas de ayuda y ha introducido en la población una serie de ideas perjudiciales.
Creo que todos estamos de acuerdo en que hay personas que sufren de forma extraordinaria, y que nadie se libra de ello. Acostumbro a decir que estamos a dos desgracias, dos eventos negativos, de encontrarnos en la situación de los más necesitados. [El profesional, cuando necesita ayuda, no hace lo que promulga, de hecho la pide sin mirar credencial ni cientificidad]. Y como todos hemos vivido directa o indirectamente esta clase de sufrimiento, nuestro instinto es el de querer ayudar. Me parece que este es el fundamento de todas las profesiones sanitarias, sin embargo, creo debemos cuestionarnos lo siguiente:
¿Está proporcionando la Administración Pública esa ayuda?
¿Están proporcionando los profesionales de Salud Mental esa ayuda?
¿Son estas dos instituciones las idóneas para ofrecer esa ayuda o significan un impedimento activo para que sea la propia comunidad la que cree este tipo de relaciones de ayuda?
Primera pregunta. ¿Está proporcionando la Administración Pública esa ayuda?
¿Qué está haciendo la Administración realmente en términos de Salud Mental? Las autoridades legislan y se financian para poder cumplir esas promesas grandilocuentes, y sus tentáculos, sus regulaciones, alcanzan todos los niveles de la sociedad civil; de hecho, ahora, la distinción entre ámbito público y privado se ha vuelto irrelevante, ya que ambos siguen la misma lógica. Tanto la formación como la asistencia sanitaria están hiperreguladas, y todo lo que escapa a esta regulación, como la Psicoterapia, busca ser igualmente absorbido.
En fin, puesto que la administración se arroja el monopolio de todas las actuaciones sanitarias, el cumplimiento de todos esos planes rimbombantes se debe exigir a los mismos que se atribuyen su diseño e implementación.
Sin embargo, los mismos académicos y expertos que llevan décadas trabajando en estos planes estratégicos gubernamentales no han logrado una mínima cuantificación de los resultados, algo que sería exigido a cualquier chiringuito de barrio. Peor todavía, los pocos datos que se publican son ridículos, no transmiten la realidad asistencial, y se utilizan más como herramienta política que como mecanismo para mejorar la atención.
Cualquier persona sospecharía, en principio, de una organización que se financiara por la fuerza, donde la bondad de sus prácticas fuera incomprobable y en la cual los usuarios no tuvieran ningún tipo de influencia sobre la misma. Considero que es una cuestión de rigor intelectual y moral el no depender de una empresa que no da cuenta ni de su utilidad social ni de su economía ni de sus resultados.
Por cierto, esta inoperancia se justifica en ocasiones por cuestiones de eficiencia y de análisis coste-beneficio, pero eso es un sinsentido. A nadie le importaría un carajo la eficiencia de un motor que no sirviera para hacer funcionar un coche. Que en el laboratorio, sobre el plano, el motor funcionara bien, tampoco le importaría a nadie.
La respuesta a la cuestión, siendo benévolo, es la siguiente: no puede comprobarse que la Administración esté proporcionando esa ayuda.
Segunda pregunta. ¿Están proporcionando los profesionales de Salud Mental esa ayuda?
En principio esta pregunta debería ser independiente de la primera, pero no lo es. Y no lo es porque los profesionales trabajamos en una organización que nos impide responder por nosotros mismos. Estamos sometidos a las mismas lógicas burocráticas y políticas que la Administración, lo que nos lleva a veces a infringir incluso nuestros propios códigos éticos (individuales y deontológicos). Estamos, como diría Begoña Román, filósofa experta en bioética, supeditados a la ética organizacional.
Por otro lado, las ciencias psicológicas y psiquiátricas se apoyan en el paradigma de la práctica basada en la evidencia, pero en la práctica no se aplica en lo más mínimo. Y si fuera así, como ya he mostrado antes, no tenemos ninguna prueba ello. Abanderamos cientificidad, sin saber muy bien qué es eso, pero en la trastienda palmoterapia y a dormir.
De nuevo, la respuesta es similar a la de la primera pregunta. Nuestras guías, nuestros planes y nuestros manuales podrán decir misa, pero no hay prueba de que tengan una mínima aplicabilidad en la vida real. Aquellos profesionales que tengan la sensación de que sí ayudan, estarán de acuerdo conmigo, que una sensación no es una prueba.
Tercera pregunta. ¿Son estas dos instituciones las idóneas para ofrecer esa ayuda o significan un impedimento activo para que sea la propia comunidad la que cree este tipo de relaciones de ayuda?
Ahora, de la misma manera que procedemos en ciencia con nuestros tratamientos, debemos preguntarnos por si las intervenciones de estas instituciones no sólo dejan de ser beneficiosas, sino si incluso pueden llegar a ser perjudiciales (lo que incumpliría el principio médico básico de no maleficencia).
La Psiquiatría tiene un pasado muy oscuro. No es casualidad que se haya querido justificar como un encargo del Estado, y sólo atendiendo a este pasado, este balance es exageradamente negativo. Pero rememos a favor y obviémoslo, así como la discusión filosófica y científica sobre nuestras herramientas conceptuales.
En mi opinión, el efecto más negativo que ha provocado nuestra intervención es la siguiente: ahora, ante cualquier problema de salud mental, que abarca desde la tragedia hasta la más mínima incomodidad, hemos adquirido el automatismo de pensar en el psicólogo o en el psiquiatra. Familiares directos, amigos, la pareja, los hijos, la escuela, los doctores, prescriben directamente la intervención psicológica. Esto no es producto, sino de los propios profesionales y de las autoridades. ¿Quién si no inició esa locura? Habláis nuestra jerga, os autodiagnosticáis y buscáis explicaciones y soluciones psicológicas para toda clase de sufrimiento y para todo acto con tintes morales. Pero eso no salió de vosotros. Toda esa pirotecnia la ha divulgado activamente el profesional y la administración, nadie más que ellos.
El Estado ha asumido cada vez más funciones de cuidado, de ayuda, y el tejido social se ha resentido. El individuo, ahora, tiene menos redes en las que refugiarse, y acaba acudiendo una y otra vez a la misma administración, que siento decirlo, en muchas ocasiones lo maltrata activa o pasivamente.
El esquema básico es el siguiente:
Te voy a cobrar por anticipado, tengas o no un problema (la lógica de cualquier seguro). Cuando me pidas ayuda yo decidiré si la mereces, con unos criterios que no tienes por qué conocer ni compartir. Si la acabas recibiendo, será de nuevo bajo el paraguas de mis conceptos (te gusten o no, sean válidos o no). Y si no puedo ayudarte en condiciones, no tendrás en tus manos ninguna herramienta de protesta efectiva ni poder de decisión para que yo remedie esa falta de recursos. Argüiré con la solución futura, y me legitimaré mediante la advertencia de otros enemigos: el fascista, la práctica privada, el capitalismo, etc.
Para hacer crítica de las prácticas psiquiátricas y psicológicas no es necesario apelar las farmacéuticas, ni a los anacrónicos e inválidos de nuestros diagnósticos. Tampoco hace falta discutir la validez de la propia noción de enfermedad mental. Ni siquiera podemos hablar de efectos secundarios indeseados de nuestros tratamientos, puesto que ni siquiera se puede decir que los lleguemos a ofrecer. Lo que puedo afirmar, aunque me pese, es que se produce daño por el mero contacto con nuestros servicios.
Recapitulemos. No hay ninguna evidencia de que ni la Administración ni los profesionales de Salud Mental estén proporcionando toda esa ayuda que todos ansiamos brindar. Y además, existen muchos motivos para pensar que nuestras intervenciones causan más daño que beneficio.
Ante tal escenario, cabe preguntarse, ¿cómo no ha colapsado todo aún? La respuesta no puede ser más optimista: la comunidad sigue teniendo, a pesar de todo, recursos propios para sostenerse por sí misma. Sólo los más arrogantes de los políticos y profesionales puede discutir esta aseveración. De hecho, muchos de ellos ridiculizan las soluciones habituales de la comunidad y las tildan de ignorantes o supersticiosas. Pero son esas soluciones, esas redes íntimas, las que alivian el sufrimiento y enriquecen la vida, no nuestras intervenciones farmacológicas y de despacho. Son las asociaciones, las ONG, los clubes deportivos, las cooperativas, las cofradías, las comunidades religiosas y todo tipo de agrupaciones ciudadanas las que brindan la ayuda real.
Esta ayuda es tangible, con sus defectos, pero es; no promete, hace. No aduce eficiencia, crece o muere en relación con su éxito. No planifica con base en medias aritméticas, interviene uno a uno. El problema es que este tipo de ayuda es difícil de estudiar y valorar, porque es salvajemente local y diversa.
No necesitamos más profesionales, ni más intervención estatal. Lo que necesitamos es permitir que las comunidades reconstruyan su capacidad de compasión y cuidado, sin nuestras técnicas, teorías y jerga perniciosas. Lo que propongo es un acto de antirevolución, no hace falta hacer nada, simplemente dejar de pedirle ayuda a aquellos que simplemente no están en disposición de ofrecerla.
(CODA)
Sé que puede parecer algo radical mi postura, y soy el primer interesado en no tener razón. He tratado todos estos años de reflexionar y pensar alternativas más reformistas. He analizado en profundidad nuestro modelo sanitario y otros alternativos, he tratado de leer todas las alternativas que se proponen desde la misma Psiquiatría, pero son las mismas alternativas las que me hacen concluir que todas adolecen de lo mismo: todas demandan más Estado, aunque con su solución particular, y aunque usen la palabreja comunitaria en sus propuestas, siguen siendo soluciones nacidas del profesional.
A estas propuestas las denomino como revoluciones cosméticas o exculpatorias. A ellas se agarran cientos de residentes y adjuntos todos los años, consumiendo congresos, libros y talleres, para poder el lunes continuar haciendo lo mismo.
Pondré un ejemplo de esto para que se entienda que mi diagnóstico, aunque no el tratamiento, es compartido por muchos compañeros. Hace unos años, buscando bibliografía sobre psicosis breve, me encontré con una ponencia interesante de unas enfermeras de Murcia (ahora, curiosamente, son vecinas, pues estoy trabajando en Almería). En esta charla, titulada ¿Hacia un nuevo paradigma? Enfermeras en busca de un modelo ajustado a la recuperación (ponencia en la VI Jornada de Enfermería de Salud Mental Región de Murcia), se apoyaban en distintos manifiestos y autores críticos con la práctica psiquiatra, y acaban concluyendo una serie de principios con los que se comprometen a actuar en su día a día.
Cito textualmente: “Vemos al psiquiatrizado como un héroe en el "drama de la terapia" y creemos, que no sólo dispone de todo lo necesario para resolver sus problemas, sino que puede que haya empezado a hacerlo o tenga una buena idea de cómo conseguirlo.
Desafortunadamente, esos veteranos de la tristeza han sido frecuentemente maltratados por el sistema sanitario y perciben a los profesionales como personas que no tienen en cuenta sus deseos, no dan crédito a su malestar e incluso no creen en sus desgraciadas historias. Llamarlos veteranos nos ayuda a verlos de nuevo como seres humanos. Pasan de ser "crónicos" o "graves" a "supervivientes" o "veteranos".
El resto de principios son los siguientes:
Expectativas de éxito: Nos centramos en los recursos y habilidades de las personas, más que en sus limitaciones.
Aceptación positiva e incondicional: Los vemos sanos y capaces.
Trabajamos con perspectiva: Admitimos que el cambio en la persona es constante y nos comportamos como sí fuera inevitable y contagioso.
Cooperación: Creemos que cada unos de ellos tiene una forma única de cooperar, y que nuestra tarea es identificar y utilizar esa manera de cooperación.
Autodeterminación: Sabemos que somos los que sugerimos y la persona, la que elige.
Validación: Pensamos que es importante reconocer y validar lo que la persona ha estado pensando y sintiendo.
Excepciones: Aprovechamos los periodos libres de problema porque éstos también existen.
Dignidad: Sabemos que la persona desmotivada no existe.
Tranquilidad: No tenemos prisa.
Flexibilidad: Respondemos con flexibilidad.
No somos policías de la realidad: nuestras preguntas no son herramientas para obtener información sino instrumentos para conseguir el cambio.
Si uno lee la ponencia completa es muy difícil no estar de acuerdo con cada una de las palabras, a menos que uno sea un psicópata o lleve demasiado tiempo en esto. Pero yo al menos no puedo dejar de pensar en los deberes del buen amo, aquel que advertía que al esclavo no debe maltratarse, ni abusar sexualmente, y que uno tiene la obligación de ocuparse de ellos en la vejez y en la enfermedad.
Y, por otro lado, ¿de verdad hacen falta sociólogos y pensadores para llegar a esas conclusiones? En fin, lo que yo trato es de que no haya más supervivientes ni veteranos de nuestras prácticas, y no se me ocurre otra manera, como ya he dicho, que la de dejar de pedir activamente esa ayuda.
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