Yo iba para psicópata, pero me lo impidió mi infancia. Fue terrible. No tanto como para que valga la pena contarla, pero lo justo para impedir que desarrollara esa ventaja. Desde entonces no puedo evitar ser bondadoso con los demás. Cedo el turno en el supermercado si se da una desproporción entre mi cesta y la del que me sigue. Claro claro, pase, finjo guiñando un ojo. Devuelvo la sonrisa cuando Martha, mi vecina alemana enamorada de su apestoso caniche, se contonea por delante de mi jardín. Buenos días, sí, todo bien, aparte ese chucho de mi vista, guardo para mí. Incluso colaboro los domingos con una organización benéfica de niños huérfanos. Casi siempre consigo no burlarme de su condición, es tan adorable ver llorar de verdad a un niño. Aprecio, por encima de todo, la autenticidad.
Como se verá enseguida, mi trabajo actual encaja perfectamente con mi nueva naturaleza. Me dedico a resumir vidas de personas. Lo hago en un lenguaje científico exquisito y cumpliendo a raja tabla todas las normas que me impone la administración. Times New Roman, 12, interlineado simple. Ley 2345/1998, protocolo QUIT. Adoro mi trabajo. Se ha de tener cuidado, procurar que el texto sea comprensible por los compañeros de departamento, por pocos más. La persona reducida podría sentirse ofendida. Además del goce de servir al prójimo, me reclaman por los canales de televisión y los programas de radio. Una oportunidad de hacer el bien a granel. ¡Y pensar en lo que pude haberme convertido! Luis, con el que comparto cubículo, asegura que podemos derrumbar a una familia entera con tan solo una firma, y le sorprende que nadie nos llame la atención por ello. Literalmente pide a gritos el pobre desgraciado que se nos castigue por ello. Algo le pasa.
En los días malos imagino cómo pudo ser aquella otra vida. No sentir absolutamente nada por nadie, dedicarme en exclusiva a mí. En esos momentos, digo, agradezco el desvío. Por suerte, en esta otra puedo seleccionar, con el aire despreocupado y profesional del sexador de pollos, quién merece mi relato técnico, pero, sobre todo, quién no. Salvamos vidas por omisión, me decía un superior. Cuánta razón tenía aquel bastardo. Qué difícil elegir a quién bienlograr la vida, y qué poco lo agradecen los elegidos.
La bondad pura, además de poco valorada, no es bien entendida. Qué maduro, inteligente, perspicaz, resiliente, a una edad. Qué narcisista, hipercrítico, incisivo y asocial, a otra. Un día me cansé de tanta opinión y cité a todos aquellos que querían de mí algo distinto. Yo no me presenté, desde luego. Los dejé ahí discutiendo sobre qué partes sobraban, a cuáles les hacía falta algún remiendo, y qué carencias había ignorado. Me mandaron un correo con los detalles que jamás abrí. Mi abuelo, con el que nunca hablé, me decía siempre que, a la palabra ajena, cuarentena. Mi madre, que a menudo daba consejos a destiempo, igual tenía razón con aquello de que la estulticia es muy versátil. Qué sobrevalorada aquella mujer. No acabó nunca de pronunciarla bien, cambiando alguna letra de lugar, escupiendo al primer golpe de te y obligada a aplaudir para poder arrancar con la palabreja. As-Tul-ti-sia.
Puestos a contar indiscreciones, desvelaré algunas más con la condición de que sean usadas contra mí. La tercera. Cuando las personas me aburren, invento cosas. Invento muy a menudo. Pseudología fantástica es el nombre técnico, me parece. A veces juego a que me descubran la treta, pero no hay exageración que no acaben creyéndose. Mi mujer dice que están demasiado ocupados con sus propias fábulas. Yo no la creo, la verdad. Me llamaba cretino más de lo que me gustaría reconocer, pero con qué dulzura, oiga. No supe nunca cómo interpretarlo. Cretino. Y jamás volvió. Me llamaba cretino mientras me besaba. Asoció a mis labios el que nunca la escuchara con atención.
Sigo. Hablo rápido por miedo a que no se me escuche. O por miedo a que sí. Eso decía una antigua bruja; así me la imaginé, y así la creí. Ahora, sumo desvaríos, hablo de más. Si no escuchas a un crío lo suficiente te sale gobernador, el pobre. Sus ojos te ven, pero no te miran, y esa desconexión también se hereda. Apunten otro más: la conversación sólo me interesa mientras hablo yo.
Esto comienza a ser denigrante. Viven conmigo muchas personas, por eso me dejo notas por toda la casa. No hables tanto. Nada está bien, pero disimula. Haz el favor de bailar de vez en cuando. Si eres el gracioso, no te pases. Tú, el neuras, calma. Y esta la escribo varias veces: vuelve a empezar tantas veces como haga falta, es la mejor manera de dejar atrás a los fosilizados. Como a Edu, al que vi esta mañana, vestido con el mismo traje y las mismas ganas de caer bien que cuando lo conocí hace diez años en mi tercer oficio. Por cierto, cuando me habla un gamusino, alguien sin alma y con muy pocas ganas de tenerla, lo imagino como monigote, inerte, con los brazos extendidos y las manos abiertas, moviéndose toscamente gracias a unos hilos invisibles, mientras abre y cierra la bocaza para emitir una especie de hilo musical tipo Jazz lo-fi. Mucho más divertido así.
No es cierto que se pueda medir a un hombre por la verdad que es capaz de soportar, sino por la cantidad de otro que es capaz engullir. A mí no se me traga fácilmente. ¿Han tratado ustedes de acariciar a un can con la mano temblorosa? Mala idea. Si la vida es una sucesión de habitaciones en las que coincidimos con personas de forma aleatoria, a mí me ha tocado la de un motel apestoso que ha sufrido alguna reforma obligada por el ayuntamiento. Parece diseñada para analizar la vida, no para vivirla sin más. El espectáculo desde la ventana no invita a salir, y creo que empieza a gustarme este hedor. No, me gusta. A la compañía la he echado a patadas, que me hacía falta espacio.
Relato #1 del Taller de Escritura Creativa de Fuentetaja.
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